Las organizaciones son una pieza fundamental de nuestra sociedad y de su éxito depende nuestro desarrollo, no sólo, pero sí en gran medida. Russell Ackoff decía que el objetivo final de las organizaciones es la «generación y la distribución de riqueza» y (esto no lo dice él) el medio con el persiguen este fin es: cubriendo las necesidades de sus clientes.
Partiendo de esta premisa, las organizaciones se convierten en una pieza clave, en un «transformador» del talento y el esfuerzo individual en un bien colectivo. Por ello, es responsabilidad de las organizaciones gestionar ese talento y garantizarlo en las generaciones futura a través de la educación y la formación. Esta situación ideal hoy está lejos de cumplirse, porque las organizaciones soportan dos grandes amenazas que las hacen obsolescentes y frágiles: la dificultad para aprender y el conflicto entre el corto y largo plazo.
El aprendizaje en las organizaciones requiere de la comprensión de la complejidad, de valor para tomar decisiones y reconocer los errores por comisión y omisión, de la creatividad para buscar alternativas, de la habilidad para hacer y de la capacidad para analizar y actualizar los modelos mentales. Este aprendizaje sólo se da en las personas, pero las organizaciones no siempre promueven y facilitan que las personas aprendan, sino que imponen el orden y control en la búsqueda de la eficiencia y el margen de beneficio.
El conflicto entre el corto y largo plazo aparece cuando la organización genera y distribuye riqueza a través de la producción de un determinado valor. Para hacer esto posible, las organizaciones necesitan financiación externa, lo que consiguen a base de venta de acciones o deuda. Esto provoca una disonancia entre la necesidad de garantizar la producción del valor a largo plazo y el reparto de dividendos entre los accionistas o el pago de los intereses de la deuda a corto plazo. Estas dos amenazas, la mala gestión del aprendizaje y del conflicto a corto y largo plazo, conforman dos fuerzas que lastran a las organizaciones y la hacen frágiles ante cualquier cambio en el entorno.
Este escenario suele obligar a las organizaciones a orientarse hacia le eficiencia en lugar de hacia la eficacia, hacia la reducción de costes en lugar de hacia el rediseño de sus procesos lo que, a la larga, las harían más competitivas y eficientes. La orientación hacia la eficiencia conlleva «orden y control» para gestionar y predecir la producción, lo que impacta en la autonomía de los equipos y en su incapacidad para desarrollarse, haciéndolos dependientes y limitando su potencial. Esta dependencia afecta, no solamente a la capacidad de las personas de desempeñar su trabajo, sino también a su motivación, provocando la apatía, el boicot o el abandono de la organización.
Aunque parezca dramático o exagerado, es el escenario más común que hemos encontrado en nuestro trabajo con las organizaciones. La única forma romper este círculo vicioso es hacer conscientes a las organizaciones de cuál es su fin último, su contribución a la sociedad, así como su responsabilidad de «transformador» del talento individual en bien colectivo y la necesidad de desarrollarlo y garantizarlo en generaciones futuras. Al mismo tiempo hay que servir a las personas en el redescubrimiento de sus capacidades naturales como la creatividad y el emprendimiento, y acompañarlas en el desarrollo de una comprensión más sencilla y completa de la complejidad que les permita dar sentido a los vertiginosos cambios que están por llegar.